Un viaje en el galeón de Manila

La Nueva España - Vida Cotidiana

 La travesía de la Nao de China de Acapulco a Manila era rápida y en ocasiones agradable. Por mucho tiempo fue conocido como “el viaje de las damas”. Los vientos alisios impulsaban la nave en forma casi constante durante los dos meses que duraba el trayecto entre Acapulco y Guam, en donde la escala era obligada, ya que había fortificaciones y población mexicana a las que era necesario brindar asistencia.

No sólo marineros se aventuraron a cruzar las aguas del majestuoso Pacífico. Junto a los capitanes, soldados, casados y “grillos” –personas obligadas a realizar el viaje-, invariablemente marchaban los misioneros -que desempeñaron un papel primordial en la cristianización y en el vasto intercambio cultural desarrollado con las sociedades asiáticas. Conforme transcurrió el tiempo, la Nao de China también dio cabida a comerciantes, civiles e incluso mujeres y niños. Todos aquellos viajeros dejaron una profunda huella étnica y cultural en la historia de las relaciones entre México y Asia.

Para el viaje de Manila a México, el galeón era cargado con mercancías en el puerto de Cavite –astilleron ubicado al sur de Manila que sevía a la vez de pequeña fortificación portuaria- y luego se anclaba frente a las murallas de Manila. Allí se celebraba una procesión con la virgen de la Paz y del Buen Viaje. El arzobispo bendecía la nave y a la tripulación, repicaban las campanas de todos los templos de la ciudad y el gobernador daba la orden de zarpar.

El viaje de regreso a México debía realizarse en el mes de junio para aprovechar las corrientes marinas y los vientos del monzón y, así, cuatro o cinco semanas después de haber abandonado la bahía, la nave entraba al Océano Pacífico por el estrecho de San Bernardino. Este tramo del viaje era apacible y había comida fresca adquirida en los diferentes puestos e islas por las cuales pasaban los navíos. Después se iniciaba un verdadero calvario.

El Galeón llegaba a ir tan sobrecargado que los tripulantes apenas encontraban espacio para acomodarse. El rey sólo proporcionaba agua y bizcochos. Aquellos que llevaban dinero lograban adquirir cerdo salado y arroz hervido. Sin embargo, una vez mar adentro, los bizcochos se agusanaban, la carne de cerdo se echaba a perder produciendo olores insoportables y el agua se tornaba verde. Algunos pasajeros llevaban gallinas vivas que ponían un huevo diario pero al acercarse el invierno dejaban de hacerlo.

El chocolate era el único alimento que se conservaba; lo guardaban en el interior de los tibores chinos con tapas de hierro y sólo era consumido por los pasajeros de alto rango. Como fuese, los viajeros padecían enormes privaciones y con frecuencia los marineros realizaban el trayecto con medias raciones de alimentos.

En los seis meses de travesía el galeón se convertía en un foco de infecciones que diezmaba a la tripulación. Por falta de cítricos los viajeros padecían de escorbuto –terrible mal que revienta la piel, provoca la caída de los dientes y hace sangrar las encías hasta provocar la muerte.

Sin embargo, cuando la Nao divisaba costas americanas, en las islas cercanas a Mazatlán -según relata el navegante Sebastián Vizcaíno- se encontraban pequeños y agradables frutos que los indígenas llamaban xocohiztles, y que al comerse en abundancia sanaban a los enfermos. Durante el proceso de evangelización, los franciscanos que llegaron al norte de California cultivaron grandes cantidades de cítricos para que, en el momento de llegar la naves, los viajeros y tripulantes pudieran curarse del escorbuto –hoy esa región es la 2ª. productora de cítricos más grande del mundo.