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Alejandro Rosas
Los gobiernos emanados de la revolución por momentos fueron muy brutos. Más papistas que el papa, asumían causas sin sentido común, exacerbaban el nacionalismo, enaltecían el sentido de lo mexicano sin ton ni son y, sobre todo, el encendían el ánimo revolucionario –y robolucionario- que todo lo invadía.
En febrero de 1930 tomó posesión el presidente Pascual Ortiz Rubio; nadie daba un peso por él, le decían el nopalito quesque por baboso; también Ortiz Burro o pascualete. Todos sabían que era un títere de Plutarco Elías Calles quien era representaba el poder detrás del trono, el jefe máximo. En esos días se acuñó la famosa frase, “aquí vive el presidente pero el que manda es el de enfrente”, refiriéndose a que quien tomaba las decisiones era Calles.
Sin embargo, algunas ocurrencias tuvo el presidente Ortiz Rubio. Se acercaba el mes de diciembre de 1930, con todo y su tradicional Guadalupe-Reyes, y el 27 de noviembre apareció publicada una nota que dejó perplejos a propios y extraños; era una noticia que parecía propia del 28 de diciembre, día de los inocentes; pero no, los periódicos señalaban: “Quetzalcóatl será el símbolo de la Navidad en nuestro país”.
De acuerdo con algún lúcido funcionario del gobierno de Pascual Ortiz Rubio, desde ese año y en adelante, sería la “serpiente emplumada” -adorada por distintas naciones indígenas en el mundo prehispánico, símbolo de civilización- y no Santa Claus quien le traería regalos a los niños la noche del 24 de diciembre.
A la mañana siguiente el escándalo: “Quetzalcóatl arma alboroto”. ¿Quién iba a repartir los regalos a los niños una “piedra emplumada”? ¿Se usaría a un “dios pagano” para celebrar el nacimiento de Cristo? ¿Soportarían los católicos –que aún tenían abiertas las heridas de la guerra cristera- una nueva ofensiva del gobierno jacobino y revolucionario sobre sus creencias, dogmas y devociones?
La sociedad se opuso por completo a la disposición oficial; no tanto por defender al de por sí antipático santa Clós, sino porque la Navidad era una celebración católica donde se conmemoraba el nacimiento de Cristo y si dentro de esa tradición, San Nicolás ya figuraba, no había por qué hacer cambios.
Sin embargo, los defensores de Quetzalcóatl esgrimían razones contundentes a cada reticencia para sustituir al “exótico” viejito. El mítico héroe reunía todas las virtudes: era sabio, civilizador, artista, honesto, pacífico, divino, y hasta cristiano, pues no se había olvidado la sospecha de que realmente hubiera sido el mismísimo Santo Tomás, que habría evangelizado a los indígenas americanos antes que la corona española.
El proyecto oficial siguió adelante y el 23 de diciembre, se celebró el anunciado festival en el Estadio Nacional, donde Quetzalcóatl entregó dulces, regalos y “sweaters rojos” a 15 mil niños mexicanos. Para fortuna del sentido común y de la población que rechazó la idea desde el principio, luego de esa humorada del gobierno de Ortiz Rubio, Quetzalcóatl volvió a dormir el sueño de los justos dentro del Museo de Arqueología –hoy Antropología- donde descansa en su forma de serpiente emplumada.