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Por Sandra Molina Arceo
Aunque al comenzar el siglo XVII, los habitantes de la Nueva España tenían conocimiento de la existencia de China, Japón y otros lugares de Asia, sobre todo a raíz de la colonización de las Filipinas que se lanzó desde costas mexicanas, ningún oriental había pisado tierras novohispanas. La Nao de China permitió el intercambio cultural de mercancías, pero también el intercambio social.
Los primeros japoneses que pisaron tierras novohispanas llegaron con Rodrigo de Vivero a bordo del galeón San Buenaventura. Arribaron al puerto de Matanchén el 27 de octubre de 1610 y el 13 de noviembre desembarcaron en Acapulco. Con el anuncio de su llegada, la corte virreinal vivió, por unos días, entre la ansiedad y la euforia, anhelando conocer a la brevedad a los exóticos visitantes.
Se sabía de Japón por las crónicas y narraciones de algunos viajeros, pero sobre todo por el martirio al que había sido sometido un grupo de jesuitas, entre ellos Felipe de Jesús, en 1597, en Nagasaki. Muchas historias, algunas verdaderas y otras producto de la imaginación fantástica de la época, envolvían a los japoneses con un halo de misterio y hasta de barbarie.
Rodrigo de Vivero arribó a la ciudad de México a las seis de la tarde del 16 de diciembre de 1610. Venía acompañado por un embajador del shogun Ieyasu, de nombre Josquendono, quien fue bautizado con el nombre de Francisco de Velasco. Una carroza enviada por el virrey salió al encuentro de los viajeros a Chapultepec. Venía con ellos un sacerdote franciscano que servía de intérprete.
Josquendono y su séquito entraron a la ciudad de México en un desfile sólo equiparable a la ceremonia de la entrada de virreyes o el famoso paseo del pendón con el que se conmemoraba la caída de Tenochtitlan y la fundación de la capital novohispana. El diplomático oriental venía acompañado de un grupo de veintitrés comerciantes que debían iniciar a la brevedad tratos comerciales con los novohispanos y conocer las técnicas de la minería novohispana –las más avanzada de su época.
El recibimiento brindado por la sociedad fue impresionante; la gente no pudo menos que admirarse al ver los rostros, “color olivastro”, la forma de los ojos “breves y pequeños”, su altura “más bajos de la estatura media”, la cabeza “rapada de un modo singular”, las extrañas indumentarias y las dos armas que portaban.
El retrato más importante, amplio y minucioso de la presencia de japoneses en Nueva España fue escrito por el cronista indio Chimalpahin: “Todos ellos venían vestidos como allá se visten: con una especia de chaleco [largo] y un ceñidor en la cintura, donde traían su katana de acero que es como una espada, y con una mantilla, las sandalias que calzaban eran de un cuero finamente curtido que se llama gamuza, y eran como guantes de los pies. No se mostraban tímidos, no eran apacibles, o humildes, sino que tenían aspecto de águilas [fieras]”.
La primera embajada japonesa fue uno de los acontecimientos más sonados de las primeras décadas del siglo XVII. El momento culminante de la visita fue la conversión de algunos a la fe cristiana. La iglesia de San Francisco se vistió de gala el domingo 23 de enero de 1611 para el bautizo de dos miembros de la embajada.
La ceremonia fue solemne, asistió mucha gente y todas las órdenes monásticas establecidas en México estuvieron presentes. “El primero que se bautizó fue el señor noble de Japón –escribió Chimalpahin-, quien recibió en el bautismo el nombre de don Alonso, y fue su padrino don Fernando de Altamirano, capitán de la guardia; el segundo japonés que se bautizó recibió el nombre de Lorenzo, y fu su padrino Pedro Altamirano. Se bautizaron en la fiesta de San Ildefonso y al día siguiente, lunes se bautizó otro japonés con el nombre de Felipe”.
Con el paso de los días, la ciudad de México comenzó a recuperar su tranquilidad. La ostentación, el lujo y la soberbia de los españoles -más que las virtudes guerreras y la inteligencia natural de los japoneses- convirtieron a los recién llegados prácticamente en extranjeros de moda.