Los caballos de los conquistadores

El siglo de la conquista - Vida Cotidiana

Los caballos conquistaron América. Fueron ellos quienes galoparon por valles, montañas y selvas, llevando a cuestas a los hombres con armaduras, espadas y lanzas. Combatieron con nobleza y se entregaron al Nuevo Mundo. Hasta los santos que acompañaron a los conquistadores aparecían en refulgentes caballos.

 

Los caballos de los conquistadores

 

¡Los caballos eran fuertes! 

¡Los caballos eran ágiles! 

Sus pescuezos eran finos y sus ancas 

relucientes y sus cascos musicales... 

 

¡No! No han sido los guerreros solamente, 

de corazas y penachos y tizonas y estandartes, 

los que hicieron la conquista de las selvas y los Andes: 

 

Los caballos andaluces, 

cuyos nervios tienen chispas de la raza voladora de los árabes, 

estamparon sus gloriosas herraduras en los secos pedregales, 

en los húmedos pantanos, 

en los ríos resonantes, 

en las nieves silenciosas, 

en las pampas, en las sierras, en los bosques y en los valles. 

 

Un caballo fue el primero, 

en los tórridos manglares, 

cuando el grupo de Balboa caminaba 

despertando las dormidas soledades, 

que de pronto dio el aviso del Pacífico Océano, 

porque ráfagas de aire al olfato 

le trajeron las salinas humedades; 

y el caballo de Quesada, que en la cumbre 

se detuvo viendo, en lo hondo de los valles, 

el fuetazo de un torrente 

como el gesto de una cólera salvaje, 

saludo con un relincho 

la sabana interminable... 

y bajó con fácil trote, 

los peldaños de los Andes, 

cual por unas milenarias escaleras 

que crujían bajo el golpe de los cascos musicales... 

 

Y aquel otro, de ancho tórax, 

que la testa pone en alto 

cual queriendo ser más grande, 

en que Hernán Cortés un día 

caballero sobre estribos rutilantes, 

desde México hasta Honduras 

mide leguas y semanas entre rocas y boscajes, 

es más digno de los lauros 

que los potros que galopan 

en los cánticos triunfales 

con que Píndaro celebra 

las olímpicas disputas 

entre el vuelo de los carros y la puga de los aires. 

 

El caballo del beduino 

que se traga soledades. 

El caballo milagroso de San Jorge, 

que tritura con sus cascos los dragones infernales. 

El de César en las Galias. 

El de Aníbal en los Alpes. 

El Centauro de las clásicas leyendas, 

mitad potro, mitad hombre, 

que galopa sin cansarse, 

y que sueña sin dormirse, 

y que flecha los luceros, 

y que corre como el aire, 

todos tienen menos alma, menos fuerza, menos sangre, 

que los épicos caballos andaluces 

en las tierras de la Atlántida salvaje, 

soportando las fatigas, 

las espuelas y las hambres, 

bajo el peso de las férreas armaduras, 

cual desfile de heroismos, 

coronados entre el fleco de los anchos estandartes 

con la gloria de Babieca y el dolor de Rocinante. 

 

En mitad de los fragores del combate, 

los caballos con sus pechos arrollaban 

a los indios, y seguían adelante. 

Y, así, a veces, a los gritos de ""¡Santiago!"", 

entre el humo y el fulgor de los metales, 

se veía que pasaba, como un sueño, 

el caballo del apóstol a galope por los aires.