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Alejandro Rosas
En un país históricamente desigual, el surgimiento de caudillos y justicieros que luchan por la causa de los “desvalidos” es una constante. De Jacinto Canek al Indio Mariano; de Chucho el Roto a Manuel Lozada; de Emiliano Zapata al Subcomandante Marcos, cada uno en su momento, ha enarbolado la bandera de la rebelión para reivindicar a las minorías.
Tal fue el caso de un singular justiciero de mediados del siglo XIX, originario de Sonora, que según refieren las crónicas, combatió en la guerrilla del padre Domeco Jarauta durante la guerra contra Estados Unidos. Conocido como “El Patrio”, Joaquín Murrieta tomó en sus manos la venganza de todos los mexicanos que se vieron perjudicados por la firma del tratado de Guadalupe-Hidalgo, el cual estipulaba la “venta” de 2 millones 400 mil kilómetros cuadrados del territorio mexicano a cambio de la paz y 15 millones de pesos. Devoto de los caudillos, el pueblo cantó su historia a través de un corrido:
“Señores: soy mexicano pero comprendo el inglés,/ Me lo aprendí con mi hermano al derecho y al revés,/ A cualquier americano lo hago temblar a mis pies./ Me he paseado en California por el año del cincuenta,/ Con mi montura plateada y mi pistola repleta./ Yo soy ese mexicano, mi nombre es Joaquín Murrieta”.
Los justicieros comparten, en casi todos los casos, un origen común. Años antes de tomar la decisión de levantarse en armas, Murrieta padeció las injusticias de los poderosos: su esposa fue violada y asesinada por los norteamericanos que comenzaban a ocupar el otrora territorio mexicano. El sentimiento de venganza asomó en su historia y en poco tiempo encarnó las demandas de los derrotados. Antes que Chucho “el roto”, o el propio Pancho Villa, “El Patrio” fue el primer mexicano en robar a los ricos para darlo a los pobres.
Experto conocedor de gran parte de California, Murrieta estableció su centro de operaciones en la región minera conocida como Mother Lode. Utilizaba las cañadas, los bosques del valle de Yosemite y hasta el desierto para esconderse y garantizar el éxito de su golpes. Se rebeló durante los años de la fiebre del oro (1849-1853) en contra de los abusos cometidos por los norteamericanos que pistola en mano sostenían “derechos de conquista” incluso sobre los mexicanos que habían decidido reconocer al gobierno y las leyes de Estados Unidos.
Con asombrosa precisión, la historia demuestra que para este tipo de caudillos, la lucha es una utopía personal revestida de cierto romanticismo y alejada por completo de la realidad; donde la derrota y la muerte señalan el camino hacia el martirio y la leyenda. La diferencia entre hombres como Murrieta, Chucho el Roto, o incluso Marcos, y los hombres que transformaron la historia nacional es el limitado alcance de su lucha. Sus demandas, innegablemente justas, abarcan sólo algunos kilómetros cuadrados pero no logran trascender su localismo y mucho menos pretenden integrarse al proyecto nacional que suponen es el origen de sus males. Se niegan a que “sus” minorías formen parte de la mayoría.
Aun desconociendo la vida de Joaquín Murrieta, por el carácter de su lucha, el final de la aventura era previsible. Tres años duró “su” guerra. Acompañado de su pequeño ejército conocido como la “Acordada”, robó diligencias, tomó poblaciones fronterizas y se hizo de varias conductas que transportaban oro y plata de las minas. Los rangers –versión norteamericana de los temibles rurales mexicanos- nunca pudieron encontrar su guarida. Desconocían la geografía del nuevo territorio que durante treinta y seis meses fue la gran aliada de Murrieta.
En su obra Vida y aventuras de Joaquín Murrieta, famoso bandolero mexicano –publicada en varias ediciones durante el porfiriato- Ireneo Paz narró las andanzas de “El Patrio” y su triste fin. Con cinco mil dólares de recompensa por su cabeza, Murrieta tenía contados sus días. Una traición y una emboscada perpetradas por el capitán Harry Love a mediados de 1853, acabaron con el justiciero sonorense. Y para evitar las versiones de que seguía con vida, Love ordenó cortar su cabeza y exponerla en San Francisco: “Ignacio Lizarraga de Sonora, después de haber prestado juramento, declara que ha visto la pretendida cabeza de Joaquín... exhibida en el establecimiento de John King..., y ha dicho que sabe perfectamente que es Joaquín Murrieta.
La voz de “El Patrio” dejó de escucharse en 1853. El pueblo quedó en espera de un nuevo y romántico justiciero que acaudillara a las minorías y entonara el mismo patriótico canto: “Sobre los lomos de nuestros caballos,/ Bosques y valles cruzando vamos,/ Y en veloz galope, nosotros lo gritamos/ Hijos de México, ¡Valientes somos!”
La historia arropó el cadáver con el manto de la leyenda y en poco tiempo un personaje renació desde los confines de la ficción. Un nuevo “Patrio”, anónimo, comenzó a cabalgar con su rostro cubierto por un antifaz y bajo un nombre que se haría célebre: “El zorro”.