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El Colegio de San Ildefonso no fue una institución que abriera sus puertas por la mañana para recibir a los estudiantes que llegaban a tomar clases y las cerrara al concluir la jornada -como sucede en la actualidad con las instituciones educativas. Era un internado que albergaba a los hijos de las familias más importantes de la Nueva España, un colegio de elite, donde convivían maestros y alumnos casi todo el año y comenzaba su movimiento cotidiano con el repique de campanas de los templos de la Ciudad de México que anunciaban el nuevo día.
Los estudiantes iniciaban sus actividades escuchando misa a las seis de la mañana. Al concluir el rito religioso les esperaba un buen desayuno. Luego tomaban las primeras clases que duraban una hora a la cual se sumaban 60 minutos más de estudio y media hora para descansar. Como la jornada comenzaba muy temprano, la comida era servida a la una de la tarde. No podía faltar la siesta vespertina antes de continuar con las tareas académicas. A eso de las cinco de la tarde el alumnado se reunía en el refectorio para tomar chocolate, luego llegaba la hora del rosario en la capilla, algunas clases más y terminaba el día.
Los estudiantes de San Ildefonso sólo dejaban el Colegio en la temporada vacacional. Al comenzar el siglo XVII vivían en él cerca de 100 alumnos. 72 eran becarios, el resto pagaba colegiatura, la cual podía cubrirse en tres partes de 40 pesos cada una. Cuando los jesuitas fueron expulsados en 1767 el Colegio alcanzaba ya los 300 alumnos; en los primeros años del siglo XIX, sin la presencia de los miembros de la Compañía de Jesús, había ocho sacerdotes seculares, 213 alumnos, 23 clérigos y 53 criados.
""El Colegio estaba dividido en dos -refiere la historiadora Ana María Cortés-: el llamado colegio chico que recibía niños entre 10 y 14 años que supieran leer, escribir y hacer cuentas y el colegio grande que aceptaba jóvenes de entre 16 y 22 años que leyeran y escribieran latín, conocieran a los autores clásicos y manejaran los principios de la filosofía escolástica. En el colegio grande se podían estudiar dos carreras, la de Sagrada Teología para sacerdotes y la de Derecho Canónigo y Civil para religiosos y laicos"".
Cuando el Colegio fue fundado, el distintivo del ""uniforme"" era un manto de color leonado y becas -capa corta que llegaba hasta los codos y cuyo color dependía del año cursado o la carrera elegida- moradas. Después se adoptó el manto azul oscuro para todo el colegio, pero los filósofos y bachilleres usaban las becas en color rojo y sin rosca; los gramáticos llevaban becas azules y los de beca nacional, de gracia o bien real, eran verdes y con rosca. ""Distinguíanse el rector y los catedráticos que, a más del manto, las gastaban de terciopelo y llevaban puños"".
Los ""gramáticos"", como se les conocía a los estudiantes de gramática latina, representaban el mayor número de alumnos. De acuerdo con los reglamentos debían repetir diariamente sus lecciones y componer diálogos o églogas en prosa o verso latino para leerlos en las sabatinas. Los ""retóricos"", en cambio, improvisaban piezas oratorias para los actos académicos interiores y cada dos meses elegían a dos oradores y a dos poetas que debatían sobre un tema elegido con antelación. En estas ocasiones los actos terminaban con la recitación de panegíricos en honor del santo del día.
Aunque los miembros del Colegio participaban obligatoriamente en casi 20 festividades religiosas, destacaba en primera instancia la de San Ildefonso el 23 de enero. La fiesta literalmente paralizaba a la Ciudad de México, pues a la misa solemne asistían el virrey, la Real Audiencia y lo más selecto de la sociedad.
Otra de las fiestas religiosas más socorrida era la dedicada a la Virgen de los Dolores. En ella se organizaba un novenario para lo cual se elegían nueve alumnos sobresalientes del Colegio que tenían la encomienda de preparar un sermón para cada uno de los días que duraba la celebración. En la fiesta de San Juan Bautista los estudiantes gozaban de un platillo más a la hora del almuerzo y una merienda especial. La Nochebuena era la más alegre de las festividades y en ella los alumnos del Colegio Chico se reunían en el refectorio del Colegio Grande con los estudiantes mayores. Se preparaba una vasta y suculenta cena, amenizada invariablemente por música de la época.
El 5 de febrero, el Colegio de San Ildefonso recordaba a uno de sus ex alumnos más notables, el protomártir mexicano, que había estudiado en el Colegio de San Pedro y San Pablo: san Felipe de Jesús. Por momentos, los sermones que recordaban la muerte del jesuita en Nagasaki en 1597 hacían hincapié en el origen del santo: había nacido en territorio novohispano, lo cual llevaba implícita una reivindicación nacionalista que en la segunda mitad del siglo XIX continuamente esgrimieron los jesuitas criollos para despertar una conciencia patriótica en la sociedad.
La Compañía de Jesús fue una de las órdenes más combativas y progresistas de la Nueva España. Y aunque la disciplina era férrea -muy parecida a la que tenían los propios hermanos de la orden conocidos también como ""soldados de Cristo""-, de vez en cuando los jóvenes daban rienda suelta a su natural rebeldía que a los ojos de sus mentores era escandalosa.
La noche del 21 de abril de 1719 por causas desconocidas, los estudiantes intentaron ""entrar en el aposento del Rector con violencia"" por lo cual fue necesaria la intervención del alcalde. Varios alumnos fueron encarcelados y puestos a disposición de la Universidad por gozar de ese fuero, siendo juzgados por el Rector que finalmente los absolvió pero ordenó que ""no vuelvan al Colegio ni pasen por la calle dél"".
Aunque los planes de estudio que desarrollaban los jesuitas en sus colegios servían de ejemplo para otras instituciones, sus innovaciones educativas por momentos eran vistas con cierta suspicacia por diversos sectores de la sociedad. Entre los cursos y materias que se impartían se encontraban el atomismo, la neumática, gravitación universal, descrédito del sistema geocéntrico -sin aceptar las suposiciones de Copérnico-, distinción entre estrellas y planetas y otros temas que también eran discutidos en la Real y Pontificia Universidad de México. No existían los libros de texto, pero los maestros dictaban cátedra a partir de las obras de Descartes, Bacon, Newton, Leibnitz, Franklin, Feijoo, Sigüenza y Góngora, Plinio, Platón, Aristóteles, Ptolomeo, Copérnico -en algunos casos-, Anaxágoras y Torricelli, entre otros.
De ahí que la formación intelectual de los egresados fuera completa y profunda. No fue casualidad que los pensadores, profesionistas y clérigos más importantes de la Nueva España durante la mayor parte del periodo colonial hubiesen pasado por las aulas de San Ildefonso. De sus cursos egresaron regidores, síndicos, procuradores, alcaldes, oidores, regentes y presidentes de audiencias, consejos y tribunales supremos; párrocos, obispos, arzobispos y hasta militares. Junto con la Universidad de México, el Colegio se convirtió en un semillero de hombres, ideas y obras, donde la reflexión y la crítica formaron parte de la vida cotidiana de los estudiantes.
Hacia la segunda mitad del siglo XVIII el poder de los jesuitas rebasaba por mucho la esfera espiritual y educativa. Rápidamente se convertía en una amenaza para la Corona española y no tardó en sobrevenir uno de los primeros enfrentamientos entre el Estado y la Iglesia. El tiempo de la Compañía de Jesús llegaba a su fin en los dominios españoles y en el Colegio de San Ildefonso se anunciaban nuevos tiempos.