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Ánimas y aparecidos, sombras y espectros transitaban serenamente por las calles y callejones del México novohispano. La penumbra era su alimento, la superstición su vida y la religiosidad su inspiración. Las campanas de iglesias y conventos marcaban el paso del tiempo religioso. Nadie se aventuraba a salir por la noche. Las calles escasamente alumbradas hacían más notoria la oscuridad y los pocos destellos de luz que salían de las linternas de los serenos reflejaban fantasmagóricas sombras en los muros de los caseríos.
Pero si uno callaba y prestaba atención exigiendo a los sentidos, podían distinguirse los tenues y melancólicos murmullos de las ánimas que anunciaban su llegada: la Muerte paseaba por las calles del México virreinal gozando de la corte que le hacían todos los estratos sociales y se ufanaba del respeto guardado por los habitantes de la majestuosa ciudad. Seguramente en su milenaria historia, la Muerte amó las frías noches de noviembre en la Nueva España.
Y sin embargo, aún para ella, las historias que se contaban el día de difuntos comenzaban a parecerle aburridas. Le fastidiaba escuchar la tragedia de la mujer que sollozando recorría las calles en busca de sus hijos -la había acompañado por algún tiempo hasta que le pareció un tanto ocioso. Otras eran historias dolorosas; recordaba con nostalgia el día en que la famosa ""mulata"" había partido en su fantástica barca del imaginario puerto las cárceles de la Perpetua. Pero si algo le irritaba y prefería evitar, era el trillado cuento de don Juan Manuel que en los infiernos tenía el castigo eterno de repetir ese prurito de ""dichoso usted que sabe la hora en que va a morir"".
Para la Muerte noviembre de 1728 fue diferente. Aquel día, todas las iglesias de la capital novohispana decidieron exponer todas las reliquias que guardaban en custodia.
""La catedral exhibió los cuerpos de san Primitivo y santa Hilaria, dos cabezas de las once mil vírgenes y reliquias de san Anastasio, san Gelasio y san Vito. El convento de santo Domingo puso ante los ojos de los devotos una muela del propio fundador de la orden, el cuerpo de san Hipólito Presbítero, el birrete de san Francisco Xavier, un zapato de san Pío V, un dedo y un libro de san Luis Beltrán, la cabeza de santa Sapiencia, y para coronar su relicario, una muela de santa Catalina de Siena. El convento de san Francisco mostró una canilla de san Felipe de Jesús, un hueso de san Antonio, otro de san Diego, dos cabezas de las once mil vírgenes y un diente de san Lorenzo. En el convento de san Diego se expusieron dos cabezas de las once mil vírgenes y una mano de san Pedro Alcántara y otras. Los agustinos, muy ufanos, expusieron una muela del mismísimo san Agustín de Hipona, un hueso de santo Tomás de Villanueva, sangre de san Nicolás Tolentino y huesos de santa Yocunda. La Profesa exhibió las entrañas de san Ignacio, su firma y el cuerpo de san Aproniano, mientras en san Felipe Neri los fieles pudieron ver una muela de ese santo, la sangre de san Francisco de Sales, los huesos de san Bono, de santa Librada y de san Donato. En san Jerónimo, las monjitas no qusieron ser menos y mostraron orgullosas un dedo de san Felipe de Jesús, un hueso de san Jerónimo y la cabeza de Santa Córdula"".
La Muerte se embelesó. Era el relicario más asombroso que había visto en su larga existencia. Satisfecha, se retiró lentamente. En su camino escuchó a la gente decir que lo contado la noche anterior eran solamente leyendas. Sonrió. Eso era historia, ella había estado presente.