La mala costumbre de los impuestos

La Nueva España - Hechos

Durante el siglo XVI, España tenía bajo su poder nuevos territorios que eran explotados para abastecer las necesidades de la Corona, sin embargo, también querían mostrar sus grandes logros y el lujo en cualquier tipo de celebración nunca faltaba. Tenían suficiente oro para seguir reflejando la riqueza de su sociedad, por lo menos un tiempo más.

Pero en la época de Felipe III, España ya se había debilitado económicamente. De las islas se extrajeron cantidades considerables de oro durante las primeras dos décadas del siglo XVI y para 1550, la minería en estos lugares ya había cesado y el pago en tributo era mínimo, pues los indios comenzaban a morir. Cuando sólo poseían islas, no había ningún problema con mantener las colonias, pero conforme se adquirieron nuevas tierras, los gastos incrementaron en un cincuenta por ciento y ya no se podían satisfacer los gastos de la Corona.

La Real Hacienda fue la institución encargada de recaudar los impuestos en los virreinatos. La única forma de mantener y aumentar la fortuna de la Corona era cobrando por cualquier tipo de producción que se ejerciera en América.

El quinto real fue la fuente más lucrativa de ingresos. En teoría, todos los tesoros pertenecían a la Corona, pero en América, se decidió renunciar a este derecho en consideración a un registro fiel de todo lo descubierto y el pago de la quinta parte de todo lo extraído. El oro puro pagaba además una novena o décima parte adicional (estos debían convertirse en lingotes e impresos con el escudo real, se le pagaba el uno por ciento al fundidor y si se encontraba algún lingote sin el escudo, se confiscaba).

Las alcabalas eran el impuesto sobre cualquier tipo de ventas o trueques -nuestro actual I.V.A- se introdujo a la Nueva España en 1574 y se cobraba un dos por ciento del valor del producto. El almofarijazgo -el actual arancel- se pagaba por las importaciones y exportaciones. Los productos de salida pagaban el 2.5 por ciento y los que entraban, el 5 por ciento.

La Iglesia también resultó beneficiada con la creación de diversos impuestos. El diezmo era la décima parte de lo que cada quien ganaba o producía. Se distribuía de la siguiente manera: la cuarta episcopal correspondía al obispo; la cuarta capitular era para pagar a todo el cabildo eclesiástico; el resto del producto del diezmo se destinaba para pagar los gastos de construcción y conservación de templos, hospitales y pago de ministros y oficiales de la catedral. Con las indulgencias se ""compraba su pedacito de cielo"", el sacerdote determinaba cuánto había que pagar por cada pecado cometido.

Para los alimentos variaba cada impuesto, dependía el tipo de producto: sisa, caldos, pulpería, grana, entre otros. El anclaje se pagaba por permanecer embarcado en los puertos que pertenecían a la Corona. Los oficios se pagaban para comprar algún cargo público, pero aún después de adquirido, había que pagar por mantener el puesto, era la media anata. Todos los indios y castas debían pagar tributo, independientemente de la capacidad contributiva.

Existían un sinfín de impuestos recaudados (el tabaco, los naipes, el papel sellado, el pulque, la pólvora, el derecho de unión de armas, la navegación, la piel de cabra, y donativos exigidos cuando la Corona tenía ""alguna urgencia"") y muchos de ellos son los antecedentes de las obligaciones que hoy en día debemos seguir cumpliendo, sólo cambió la institución a la que hay que mantener.