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Los conflictos entre la iglesia y el estado han sido milenarios en todas partes del mundo. En México se hicieron presentes a lo largo del siglo XIX, y al triunfo del liberalismo, el anticlericalismo se insertó en los gobiernos de nuestra patria. El liberalismo en su inicio se recibió como aire renovador y sentó las bases del constitucionalismo moderno que propuso el sistema representativo, sosteniendo la soberanía del pueblo, la división de poderes, la libertad de imprenta pero, además pugnaba por acabar con la prepotencia de la burocracia del alto clero reblandecido en las cortes palaciegas.
Lamentablemente desembocó en un anticlericalismo furibundo que vio sus peores momentos con la revolución mexicana. Cuando la facción triunfante promulgó la constitución de 1917, con los artículos 3, 5, 27 y 130 lesionó gravemente los derechos de los católicos que representaban entonces más del 90% de la población mexicana. En ese momento se agravaron las fricciones entre el gobierno, el pueblo católico y la jerarquía eclesiástica. Ya con anterioridad, en 1916, cuando Plutarco Elías Calles era jefe de operaciones militares en Sonora, expulsó de esa entidad a todos los sacerdotes católicos sin excepción. Medida tan radical no tenía precedentes en todo el país. Más adelante, durante el gobierno de Obregón una bomba estalló en la basílica de Guadalupe a los pies de la venerada imagen que se salvó milagrosamente.
Los ánimos católicos se enardecieron, los choques entre los miembros de la CROM -la central obrera más poderosa del país dirigida por Luis Napoleón Morones- y los jóvenes de la acción católica se hicieron presentes. Obregón expulsó del país al delegado apostólico Monseñor Filippi, por haber consagrado la imagen de Cristo Rey en el cerro del cubilete.
La llegada de Calles al poder empeoró la situación. Con apoyo del gobierno y el patrocinio de Morones fue fundada la espuria iglesia católica apostólica mexicana -como si se tratara de la fundación de un sindicato-, encabezada por el patriarca Joaquín Pérez, a fin de crear una iglesia ajena a Roma.
El conflicto alcanzó su punto culminante en 1926 cuando Calles promulgó la ley reglamentaria del artículo 130 constitucional -a la que se dio su nombre- por la cual expulsó a los sacerdotes extranjeros del país, redujo el número de curas en todos los estados, ordenó el cierre de las escuelas católicas y de los conventos. Por esos días, murieron asesinados siete católicos a las puertas de la iglesia de la Sagrada Familia. Y al igual que en el gobierno de Obregón, el delegado apostólico Monseñor Cimino fue expulsado.
Los jerarcas de la iglesia trataron de llegar a un acuerdo con el gobierno. Los obispos Lepoldo Ruiz de Michoacán y Pascual Díaz de Tabasco se entrevistaron con Calles quien los trató con dureza: ""Ustedes no tienen mas que dos caminos: sujetarse a la ley, o lanzarse a la lucha armada"". Lamentablemente la jerarquía católica -olvidando su misión fundamental eminentemente espiritual y pacificadora- cayó en la provocación y de manera irresponsable, sin medir las gravísimas consecuencias que esto acarrearía, decretó la suspensión de cultos en todo el país. Esta medida había dado resultado en 1918, durante la presidencia de Carranza, cuando el gobernador Diéguez en Jalisco pretendió aplicar el artículo 130 con extremo rigor. Pero en esta ocasión no consideraron que los tiempos eran otros y que el presidente no se tentaría el corazón.
La respuesta no se hizo esperar, al día siguiente el gobierno tomó posesión de los templos y con notario público formuló un inventario de todo lo que en ellos se encontraba. Algunos fueron convertidos en cuarteles, otros en escuelas y bibliotecas, algunos más sirvieron como caballerizas. En los estados se fusilaron imágenes de santos, se profanaron los Cristos y las imágenes de la Santísima Virgen.
El pueblo defendió sus iglesias, sus santos, sus creencias, en una palabra, su fe. Se produjeron enfrentamientos, párrocos, sacerdotes, hombres, mujeres, ancianos y hasta niños murieron, en muchos casos después de haber sido torturado y las mujeres violadas. La práctica clandestina del culto provocó una importante represión. Las casas fueron cateadas, apresados sus dueños.
Los católicos se levantaron en armas e inició la lucha en varios puntos del país, ataques al ejército a los cuarteles a través de guerrillas, y milicias regulares. La iglesia en vez de contener a los católicos en cumplimiento de su misión espiritual y pacificadora, los alienta con una ambivalencia francamente culpable; su conducta por lo mismo es grave, la guerra es algo que debe evitarse, especialmente tratándose de sus fieles. El comité episcopal en noviembre de 1926 resolvió la licitud de la lucha armada emprendida no a nombre de la iglesia, sino bajo la exclusiva responsabilidad de los ciudadanos mexicanos para defender su libertad. ""Así pretendía lavarse las manos"".
*El autor es abogado. Publicado en Cronoscopio, del periódico Reforma, en abril del 2003.