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La escena era dantesca. El Colegio presentaba un aspecto desolador. Las habitaciones, las aulas, el refectorio, la capilla, todo lucía en el más profundo abandono. Los libros de su magna biblioteca -una de las mejores del México virreinal- se encontraban esparcidos en los patios del edificio. Algunos se deshojaban irremediablemente, otros que parecían correr con mejor suerte, fueron almacenados en una bodega húmeda donde su destrucción sería lenta.
Los alumnos caminaban por las calles como ánimas en pena sin saber qué les deparaba el futuro inmediato. El viejo y célebre Colegio de San Ildefonso -que durante más de dos siglos resguardó el conocimiento y enseñanzas de la Compañía de Jesús- había sido alcanzado por los conflictos políticos entre el Estado y la Iglesia. Durante algunos días sus muros dejaron su vocación docente para convertirse en el cuartel del regimiento de Flandes y aunque en poco tiempo recuperaría su misión educativa, sin los jesuitas nada volvió a ser igual. Con la expulsión de la Compañía de Jesús en 1767 terminaba la época de oro del Colegio de San Ildefonso en el México virreinal.
""Callar y obedecer""
""Todo el mundo los llora todavía y no hay que asombrarse de ello; eran dueños absolutos de los corazones y de las conciencias de todos los habitantes de ese vasto imperio"". Al terminar de escribir, el marqués de Croix dobló la carta, pidió un sobre para depositar el documento, estampó su sello y con la pesadumbre manifiesta en su rostro pidió a uno de sus ayudantes que la hiciera llegar a su hermano.
Como virrey de la Nueva España, el marqués de Croix había firmado el bando por el cual cumplió con una severa disposición dictada por el rey Carlos III en 1767: expulsar a los miembros de la Compañía de Jesús de todos los dominios españoles. El virrey no se tentó el corazón, en el terrible documento estableció incluso que los súbditos nacieron para callar y obedecer. Sin embargo, sabía que la orden desataría una importante oposición dentro de la sociedad novohispana.
Por entonces la influencia jesuita en la vida cotidiana del México virreinal era manifiesta. Sus obras de misericordia, su interés en la educación y sus colegios -entre ellos San Ildefonso, el más importante- contaban con el amplio reconocimiento de la sociedad. Eran hombres de acción y de ideas, y durante la mayor parte del siglo XVIII, sutilmente, de manera casi imperceptible, varios de sus miembros como Francisco Xavier Clavijero o Francisco Xavier Alegre cultivaron la semilla del nacionalismo criollo mexicano en varias generaciones de alumnos.
El marqués de Croix recibió ""en 30 de mayo de 1767 la justa y soberana resolución de su majestad para la expulsión de los jesuitas"" y junto con su sobrino y el visitador, don José de Gálvez, urdió un plan con la más absoluta discreción, para ejecutar la orden. ""Se propuso guardar un inviolable y profundo secreto -escribió José de Gálvez en su Informe- como requisito, el más esencial, para disponer la ejecución de esa gran obra, tanto más difícil en un reino de vastísima extensión, fallo de fuerzas y recursos, cuanto era mayor el predominio que tenían los expulsos en los corazones de los habitantes de todas las clases"".
Ante la atónita mirada de los miembros de la orden y los alumnos, el 25 de junio, en todo el territorio y a una misma hora, las tropas del virrey ocuparon los colegios de la Compañía de Jesús. A partir de esa fecha comenzó el éxodo. Los jesuitas de las distintas provincias del virreinato fueron enviados a la Ciudad de México y de ahí -fuertemente custodiados- se les trasladó a Veracruz donde se embarcaron rumbo al exilio.
La disposición conmocionó a la sociedad novohispana como ningún otro acontecimiento en el siglo XVIII. En algunos lugares como San Luis Potosí, Guanajuato y Pátzcuaro se registraron levantamientos armados y motines que fueron reprimidos a sangre y fuego. En la Ciudad de México la gente se arremolinaba en las calles pidiendo por su seguridad; hombres y mujeres lloraban al verlos marchar como si fueran delincuentes. En los rostros de los estudiantes se reflejaba la ira, el deseo de tomar las armas para defender a sus maestros. Imperó, sin embargo, la prudencia. Los propios jesuitas persuadieron a los alumnos de tranquilizar sus almas.
Cuando San Ildefonso fue intervenido contaba con 300 alumnos. Los jesuitas que se hallaban ahí no fueron arrestados inmediatamente como sucedió en otros colegios y casas de la Compañía. Los padres y el rector gozaron de algunas horas más de libertad que aprovecharon para buscar acomodo para los estudiantes que provenían de las provincias de la Nueva España. Una vez cumplida su misión, los jesuitas de San Ildefonso fueron escoltados hasta Veracruz. A los ojos de los habitantes de la Ciudad de México, el edificio parecía una fortaleza tomada y saqueada por el enemigo.
Días después los alumnos reiniciaron labores en la Casa de la Profesa y luego regresaron a su edificio donde continuaron las clases sin la presencia jesuita. Sacerdotes seglares -en su mayoría ex alumnos del Colegio- tomaron las riendas de la institución tratando de conservar ""su antiguo espíritu y costumbres"". Nada pudo hacerse para evitar su paulatino deterioro.
A finales del siglo XVIII, el Colegio parecía destinado a desaparecer. Sólo gracias a la oportuna ayuda de dos ex alumnos, don José Patricio Fernández de Uribe y el licenciado Miguel Domínguez -futuro corregidor de Querétaro y precursor de la guerra de Independencia- la institución logró sobrevivir.
Los cambios políticos que asolaron a España durante las primeras dos décadas del siglo XIX y el proceso de independencia mexicana abrieron la posibilidad del regreso de la Compañía de Jesús. En el Congreso de Chilpancingo de 1813, los diputados constituyentes reconocieron la loable labor de los jesuitas -muchos habían recibido educación en sus colegios y se habían empapado de su espíritu nacionalista- y decretaron el restablecimiento de la orden ""para proporcionar a la juventud americana la enseñanza cristiana de que carece en su mayor parte y proveer de misioneros celosos a las Californias y demás provincias de la frontera"". Pero como los insurgentes sólo eran dueños del territorio que pisaban, el restablecimiento de la Compañía llegó por instrucción del rey Fernando VII, el 7 de agosto de 1814.
El virrey Félix María Calleja entregó el Colegio de San Ildefonso al padre José M. Castañiza pero nada volvió a ser igual. Muchos maestros habían muerto, otros se encontraban en plena vejez y no tenían la fuerza ni el ánimo suficiente para devolverle su viejo espíritu al Colegio. De los 300 alumnos que habían ocupado el edificio en su mejor momento, hacia 1817 había menos de un centenar. El 17 de agosto de 1820, las cortes españolas votaron en Madrid una ley ordenando la secularización de los jesuitas y el Colegio quedó nuevamente en manos de sacerdotes seglares cuando el México independiente tocaba a las puertas de la historia. El Colegio de San Ildefonso transitaba también hacia una nueva etapa con un futuro incierto.