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Alejandro Rosas
Fue un amor el que movió al Indio Fernández a buscar un terreno en Coyoacán. Resulta difícil precisar la fecha en que comenzó a construir el lugar que abrigó los sueños de uno de los directores cinematográficos más importantes en la historia de México. Los permisos para la construcción se tramitaron algunos años después del momento en que don Emilio puso, junto con sus ilusiones, colocó la primera piedra de su nueva morada.
Debió haber sido en algún momento de la década de los cuarenta. La misma en que conoció el éxito como director, guionista y actor. Seguramente poco tiempo después de la filmación de la película María Candelaria (1943) donde –además de ganarse el reconocimiento de la opinión pública nacional y extranjera– compartió su trabajo con dos grandes personalidades del cine mexicano: Pedro Armendáriz y Dolores del Río.
Armendáriz fue uno de los mejores amigos del Indio Fernández. De Dolores del Río, no podía hacer otra cosa más que enamorarse. Don Emilio comprendió la necesidad de vivir cerca de ella, y así lo hizo. La hermosa actriz mexicana vivía en la calle Salvador Novo, en una casa llamada ‘La Encantada’. “La idea era ser vecino de Dolores, -cuenta su hija, Adela Fernández- entonces compró un terreno muy chiquito en un parte que había sido panteón colonial e incluso debió ser panteón prehispánico porque en el predio se encontró una calavera con una incrustación de jade en un diente y una orejera del mismo material.”
La zona no era exclusiva ni mucho menos. Tapizado todo el suelo por los restos de la lava que alguna vez emergió del Xitle, el Indio Fernández, tampoco debió haber imaginado la construcción de una casa tan majestuosa como la que hoy reviste la calle de Zaragoza. Desde el momento en que comenzó la construcción, el director la habitó. Al principio no fue otra cosa más que una pequeña cocina en la que dormía. Varios meses tardó en levantar un pequeño comedor y una recámara de igual tamaño.
Pero las ambiciones de don Emilio, lo llevaron a pensar en grande. “Mi papá –continúa Adela- decía que deseaba tener una casa donde pudiera soñar a sus anchas.” Así comenzó la edificación, acompañado de su entrañable amigo y arquitecto Manuel Parra, de una casa que construiría toda su vida. Poco a poco se fue formando el enorme comedor que ahora adorna el lugar. Muy lentamente se fue creando cada muro, cada puerta y cada ventana. Y es que a falta de dinero, Manuel Parra y el Indio Fernández visitaban las demoliciones de otras casas o edificios antiguos para rescatar lo que podía servirle a la obra. “No se planeaba la casa y se conseguían los materiales para hacer la construcción sino que dependiendo de lo que conseguían, era como se iba construyendo.”
Don Emilio incluso se valió de sus propias películas para continuar con la obra. Filmó la película Las Islas Marías para traer de allá madera de ébano que, a su juicio, requería la casa. Aprovechaba los transportes de la filmación para llevar el material a su domicilio en Coyoacán. Planeaba los guiones de acuerdo a las necesidades que surgían conforme avanzaba la construcción. Ventanas y barandales que aparecían en sus películas al terminar la filmación podían ser observadas en la casa.
“Si durante la construcción necesitaba mandar hacer una ventana -comenta la hija del Indio Fernández- entonces escribía en el guión: ‘Raymunda se sienta en una mesa de ébano, de tanto por tanto y se asoma a una ventana cuyo marco es de tanto por tanto’. Entonces construían la ventana, terminaba la filmación y se la traía ya que estaba lista para empotrar.”
Fue en el mismo viaje a las Islas Marías donde el Indio conoció a un hombre que influyó en la vida cotidiana de la casa de Coyoacán: don Román. Era un ex presidiario que había estado recluido en las Islas Marías; durante la filmación se ganó la confianza del Indio Fernández y al terminar la película se regresó con él. Don Emilio le dispensó toda su confianza, le encomendó el cuidado de su casa y por si fuera poco el de su hija, Adela.
Don Román, además se dio tiempo para fabricar todos los muebles de madera sin utilizar un sólo clavo. Callado y trabajador, platicaba solamente con Adela, la reina de la casa. “Don Román era un hombre dulce –recuerda-, creo que mató por pasión o a la mejor era inocente, nunca se le investigó.” Se encariñó tanto con el Indio y con su hija, que ya no dejó la casa; cuando murió fue sepultado en el jardín pues no tenía documentos y no podían presentarlo ante las autoridades.
Al igual que don Román, las personas que llegaban a la casa o que mantenían algún tipo de relación con don Emilio participaban en la construcción del hogar. No era raro ver a Pedro Armendáriz acarrear el cemento o a Mauricio Magdaleno mover una carretilla. Los albañiles trabajaban sin paga. Lo hacían por el cariño y el respeto que les merecía el ‘Indio’ Fernández y por la comida. Pero incluso en tiempos en que no había para comer, alguno de ellos llegaba con un borrego para que se cocinara en la casa.
Así fue como tomó forma la ‘Casa Fuerte del Indio’ como se le conoce. La personalidad del Indio Fernández quedó plasmada en cada rincón de la quinta de Coyoacán. Su recio carácter se muestra en la fachada de la casa que le da unos aires de fortaleza. El interior contenía muchas escaleras pequeñas y en algunos lados parece un laberinto que da siempre al mismo lugar. “Yo bromeo –comenta Adela- y digo que las escaleritas son para que cuando entrara la novia morena y tenía que sacar a la güera, pues no se encontraran.” Pero lo cierto es que algo de laberíntico había en el alma del Indio Fernández. Lo mexicano formaba también parte de la indumentaria que adornaba el hogar.