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Alejandro Rosas
Hombre honesto y con demostrada capacidad para los asuntos públicos, el virrey don Baltasar de Zúñiga Guzmán Sotomayor y Mendoza, marqués de Valero, gobernó la Nueva España de 1716 a 1722 con una peculiaridad que asombró a propios y extraños: se hizo cargo del virreinato siendo soltero a pesar de no ser miembro del clero.
Preocupado por la inseguridad y la pobreza reinante en la Nueva España, don Baltasar destinó recursos del erario público en el tristemente célebre -pero efectivo por su dureza-, tribunal de la Acordada encargado de acabar con la delincuencia y en 1720 solicitó la construcción del templo y convento de Corpus Christi, creado para recibir entre sus muros exclusivamente a monjas franciscanas hijas de caciques indios.
El anuncio del nuevo convento creó revuelo entre la sociedad novohispana. Como las monjas debían sostenerse de la caridad y la misericordia de la gente, algunos jesuitas y dominicos señalaron que habiendo tantos pobres en México resultaba por demás oneroso –y hasta ocioso- construir un nuevo convento. Era más útil seguir apoyando las obras de beneficencia y caridad establecidas con anterioridad. Por si fuera poco, para muchos criollos las indias no tenían vocación para la vida religiosa debido a su “carácter inestable y voluble”.
Entre dimes y diretes, el virrey logró poner en marcha la construcción del convento colocando la primera piedra en el mismo año de 1720 frente al costado sur de la Alameda, en un lugar conocido y frecuentado por los pobres: un antiguo expendio de pulque. Corpus Christi llegó a contar con 32 monjas, entre ellas una descendiente directa del emperador Moctezuma II, doña María Teresa de los Reyes Valeriano y Moctezuma. En 1727, el convento recibió en una pequeña urna el corazón de su benefactor y fundador, el marqués de Valero, que fue depositado en el altar de la iglesia.
Las religiosas vivieron tranquilamente hasta el 23 de junio de 1867 cuando fueron exclaustradas bajo la sombra de las leyes de Reforma. La vieja construcción cambió su destino y fue utilizada para dar cabida a una de las primeras escuelas para sordo-mudos ordenada por el presidente Juárez. El convento desapareció en el porfiriato –Limantour lo demolió para edificar su casa-, pero el templo sobrevivió.
En 1925, el presidente Calles entregó la iglesia al patriarca Pérez, cabeza de la iglesia cismática mexicana, quien oficiaba la misa vestido con los colores de la patria. El tiempo se la arrebató a los cismáticos y pareció condenarla a tareas menos edificantes: bodega, tienda de artesanías y museo durante la mayor parte del siglo XX. Hoy la historia parece regresarle su legendaria dignidad: en poco tiempo guardará entre sus muros al Archivo de Notarías de la ciudad de México.