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Por Alejandro Rosas
Varios panteones guardan un lugar en la historia mexicana gracias a los vicios y virtudes que acompañaron a sus moradores en vida y quienes encontraron en algunos cementerios la paz y tranquilidad necesarias para dormir eternamente el sueño de los justos. El cementerio de Santa Paula –creado todavía bajo el virreinato-, fue el más importante en las décadas inmediatas a la consumación de la independencia.
Había sido fundado hacia 1784, pero operaba desde 1779 año en que la viruela volvió a cobrar numerosas víctimas entre la población de escasos recursos. El hospital de San Andrés era el propietario y ante la grave crisis de salud, dispuso un espacio para los pacientes que lamentablemente no respondían al tratamiento médico y cuya única alternativa era rendirle honores a la muerte. Así decidió erigirse el cementario en las afueras de la ciudad (en lo que hoy es parte del Paseo de la Reforma norte, enfrente del inmueble que por años ocupó la Carpa México) medida necesaria para evitar que los vientos contaminaran el ambiente citadino.
El cementerio contaba con su capilla -consagrada al Salvador-; tenía su retablo, un altar para la celebración de la misa y curiosamente treinta y cinco sepulcros para particulares que quisieran ser enterrados allí como un acto de humildad. No era un cementerio general ni abierto al público. Durante años sólo fueron sepultados ahí, los enfermos del hospital de San Andrés. Sin embargo, en uno de aquellos sepulcros se cumplió la última voluntad del benefactor Manuel Romero de Terreros, conde de Regla y fundador del Monte de Piedad: sus restos encontraron el descanso eterno entre la misma gente a la que siempre trató de socorrer.
La capilla del camposanto de Santa Paula tenía su campana para anunciar al Vicario la entrada de los cadáveres, a los cuales bendecía junto con las sepulturas y celebraba las exequias. Para evitar que la ciudad fuera testigo de las tristes procesiones y dolorosos cortejos fúnebres los entierros se realizaban por la noche.
Los años transcurrieron y Santa Paula cambió como todo el país, cuando México nació a la vida independiente. En 1836 fue declarado cementerio general y todas las personas que fallecían en la ciudad de México debían ser enterradas en él. Se decía que era “el mejor cementerio de toda la República... en él se supo reunir la lúgubre hermosura, con la salubridad, decencia y aseo”.
Como última morada, Santa Paula fue el lugar de moda durante varios decenios. En 1842 un hecho insólito le dio mayor importancia. “La mañana del 27 de septiembre se hizo un brillante entierro, desconocido, para nuestros mayores, del miembro de un hombre vivo aún, al que concurrió, por la novedad y rareza de la función, la gente más ilustre de México, y un inmenso pueblo atraído de la novedad de este singular espectáculo”. El acontecimiento no fue otro que la inhumación de la pierna de Santa Anna perdida en combate en 1838. Dos años después, del cementerio de Santa Paula, la gente exhumó la pierna de su otrora héroe, para arrastrarla por toda la ciudad.
Santa Paula también albergó hombres y mujeres que se brindaron por la causa mexicana, como la insurgente Leona Vicario o varios de los patriotas que combatieron a los norteamericanos y cayeron en defensa de México en las batallas de Molino del Rey y el Castillo de Chapultepec en septiembre 1847 como Lucas Balderas o Felipe Santiago Xicoténcatl.
Los mejores años del cementerio se fueron apagando a mediados del siglo XIX. Hacia 1869 el gobierno de la ciudad de México ordenó su clausura para dar cabida a nuevos cementerios. El crecimiento de la ciudad, las construcciones y los caminos terminaron por borrar los últimos vestigios de Santa Paula y la mayoría de sus moradores.