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La reconstrucción - Vida Cotidiana
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Alejandro Rosas
Los gobiernos emanados de la revolución se empeñaron en acabar con todo vestigio de educación religiosa. Si los alumnos no aprendían a leer o escribir poco importaba. A su juicio, lo grave hubiera sido que los niños no recibieran una enseñanza laica, científica, acorde con la verdad histórica del naciente partido oficial.
Iniciaba la década de los años treinta y decenas de inspectores de la Secretaría de Educación Pública fueron enviados a los sitios más recónditos de la república, la consigna era clara: cerrar las escuelas con formación religiosa, cualquiera que fuese su profesión de fe.
En Durango se levantaba la hermosa hacienda de San Rafael, donde cotidianamente doña Margarita González Saravia gozaba dando clases en la capilla a los niños de los trabajadores de la hacienda y a los que vivían en poblados cercanos, y si bien le dedicaba algunas horas a la religión, eran más las que entregaba a la enseñanza de aritmética, caligrafía, ortografía y gramática.
El inspector de la secretaría de Educación Pública –quien seguramente se encomendó a la virgencita de Guadalupe para llevar a feliz término su misión- se presentó en la hacienda, soberbio, como todo un burócrata, con oficio en mano para exigirle a doña Margarita que inmediatamente cerrara la escuela.
A la amable señora literalmente se le salieron los ojos cuando leyó aquel documento; no le sorprendió lo injusto de la orden ya que el ambiente antirreligioso gravitaba en la atmósfera mexicana, a pesar de que la guerra cristera había concluido en 1929. Pero más le indignó que el oficio estuviera plagado de errores ortográficos -haiga, órden, enseñansa, govierno-; era casi ilegible por la redacción y sin una frase coherentemente construida.
Como buena maestra, doña Margarita reprendió al inspector de “Educación” y le dijo que acataría la orden hasta que le presentara el documento perfectamente escrito, sin faltas de ortografía y bien redactado. Humillado, el burócrata se marchó. Para beneficio de aquella región, el inspector no regresó y la hacienda de San Rafael jamás cerró su pequeña escuela.