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La muerte andaba sensible. El fuego alcanzaba a iluminar las centenas de libros apiladas sobre la estela de los tiempos. De entre los que alcanzaba a divisar, uno en particular llamó su atención. Era un volumen lleno de polvo cuyo título parecía adecuado para la cercana celebración del 2 de noviembre. Era el famoso Tratado de hechicerías y sortilegios de fray Andrés de Olmos, a quien también en su momento había conocido. Con sus blancas y delicadas manos tomó el antiguo libro y comenzó a hojearlo. Pronto recordó que aquel escrito de 1553 le había causado un profundo malestar. En él, fray Andrés de Olmos mostraba a la mujer como un instrumento del mismísimo Diablo -quien a los ojos de la muerte ni siquiera era tan perverso-. Se sintió ofendida. Según el Tratado las mujeres eran fácilmente engañadas por Satanás ""porque quieren saber con gran prisa las cosas que suceden en secreto, porque la vida de las mujeres no es de aprender en los libros... por ello quieren aprender al lado del Diablo"".
La muerte estaba contrariada. Conocía todos los secretos del hombre y no tenía nada que ocultar. La eternidad era la gran maestra de su existencia. No necesitaba ni de diablos ni de brujos ni de hombres. Y sin embargo, no dejaba de molestarle la visión tan limitada del fraile, que como buen ejemplo de la humanidad, sólo alcanzaba a mirar lo que deseaba ver. La dama eterna se dio por aludida una vez más cuando, palabras más adelante, el insigne fraile señalaba que el carácter femenino no era el instrumento para llegar a la santidad, sino para transitar hacia el mundo de las tinieblas: ""Las mujeres se dejan mucho dominar por la ira y el enojo, fácilmente se encolerizan, son celosas, envidiosas; hacen sufrir, imponiendo tormentos a otros quieren aplacar su corazón y anhelan con facilidad que les pase a las gentes cosas tristes y penosas. Como pocas perseveran... por eso se dice que siguen al Diablo para que las ayude a hacer aquello que desean, las maldades que ansía su corazón"". La indignación era mayúscula. Si bien doña Muerte no era muy querida, se jactaba de una virtud: su buen talante al presentarse en el último suspiro de cada individuo. De su boca jamás salía un reproche, un grito o un insulto y, fuese la hora que fuese, siempre estaba a disposición de la humanidad. Invariablemente, la muerte se presentaba puntual a la cita.
Sin embargo, conforme avanzaba la lectura, la célebre dama comenzó a sentir más pena por el Diablo que por sí misma. Las críticas a la naturaleza femenina se tornaban recurrentes en todas las épocas. Iban y venían, a veces creando situaciones difíciles, en otras no pasaban de ser nimiedades, pero la propia mujer se las había ingeniado para sortear con acierto la adversidad, lo cual, ciertamente tranquilizó a la muerte. Satanás, en cambio, vivía en el exilio eterno. La humanidad había encontrado en el ángel caído la bandera para justificar sus desaguisados. Guerra, violencia, tentaciones, engaños, todo cabía en el reino de las tinieblas. Hasta en los refranes populares --que tanto gustaba escuchar la muerte en su celebración del dos de noviembre-- salía raspado Mefisto. ""De buenas intenciones está empedrado el camino al infierno"", sentenciaban las abuelas. ""El hombre es fuego, la mujer estopa, llega el diablo y sopla"", comentaban las nanas preocupadas por las jóvenes doncellas que comenzaban a despertar a los placeres sensuales de la vida. Algunos dichos ni mérito le concedían a su propia naturaleza: ""Más sabe el diablo por viejo que por diablo"". Otros tan sólo ponían punto final a las discusiones: ""Vete al diablo"". Algunos más unían en compadrazgo al señor de las tinieblas con la mala suerte, invocando la frase en un momento adverso: ""Me lleva el diablo"". A todas luces la crítica era injusta. Doña Muerte, que también había sentido la soledad y el desprecio del hombre, comprendió el sufrimiento de Satanás. Recordó entonces a un individuo cuya vida había sido inútil, pero de quien escuchó una frase de la que se apropió por un instante: ""Pobrecito Diablo, qué lástima le tengo"".
La muerte dejó un momento la lectura y tomó unos papeles igualmente antiguos. Eran viejos testamentos que databan del Siglo 16 y que, con el tiempo, se habían convertido en reliquias que desnudaban el alma de los moribundos. Doña Muerte se conmovía al leer el testamento de Don Martín de la Cruz del año 1597, donde pedía que vendieran sus ""cabritas"" para comprar un lienzo de China que sirviera de mortaja; o el de Benito Muñoz de 1596, cuya última voluntad fue que lo sepultaran en Santa Águeda, hasta donde debían acompañarlo los músicos. Quizá temerosa por lo que habría de encontrarse en el ""más allá"", doña Inés Gómez pidió en 1559, que se vendieran sus vestidos y ""de lo procedido se me digan treinta misas"". Eran las almas que se despojaban de lo material en los últimos momentos de su vida. Aquellos documentos llevaron a doña Muerte a pensar nuevamente en el Diablo. Más que el propio demonio, los testamentos desataban verdaderos infiernos en la tierra. Era común ver a las familias despedazadas por unos cuantos reales, por una parcela, por algunos animales. Los verdaderos demonios salían a relucir en cuanto se escuchaba la palabra testamento. Alguien sabiamente había dicho que los deudos no se repartían la herencia, la descuartizaban. Sin embargo, las herencias eran lo de menos.
El punto de toda maldad parecía ser siempre lo femenino. Si el Diablo dividía familias, generalmente lo hacía a través de una mujer. Cuando Satanás engañó a Eva, marcó el destino de su género. Así lo creía fray Andrés de Olmos. Las mujeres se valían del arte de la brujería para seducir a los hombres y desencadenar un sinnúmero de calamidades. Consagradas al Diablo, tenían la facultad de volar. En noches calurosas se les podía ver como enormes bolas de fuego rompiendo la oscuridad de los bosques. ""Hay muchas mujeres brujas --había escrito el fraile-- porque el Diablo sabe que hablan mucho, que sobrepasan a los varones hablando, que las palabras dignas de ser reservadas las confían enseguida a alguien, las cuentan a las demás, y por eso es causa de que las mujeres se hagan saber unas a otras palabras secretas, maldades"".
A los ojos de la muerte, lejos estaban las damas del mal que se les atribuía. Supercherías finalmente que surgían de la ignorancia. Cuán equivocado estaba fray Andrés de Olmos. Doña Muerte sabía que toda conducta humana se explicaba con el libre albedrío. Nada era cuestión de sexos No creía en ángeles ni en demonios, en cielos o infiernos, no era su papel. Y con una leve sonrisa, recordó algo que el fraile nunca supo: ""la mujer, joven o vieja, bella o fea, frívola o austera, sabe siempre el secreto de Dios"".