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Por Sandra Molina Arceo
Aunque el nombre de México fue utilizado desde el siglo XVI para nombrar a la capital del virreinato, no fue sino hasta la época de la independencia cuando se consideró, por vez primera, como el nombre que debía llevar el país una vez alcanzada la independencia.
Sin embargo, nunca hubo un pronunciamiento oficial; ni Hidalgo ni Allende en la primer etapa de la independencia; ni Morelos, Guerrero o Iturbide pusieron énfasis en el nombre oficial.
Una de las celebraciones más emotivas del siglo XIX para conmemorar el inicio de la independencia, se dio frente a la adversidad. “Los aniversarios comunes de las fiestas de la independencia -escribió José María Iglesias- tienen necesariamente algo de rutina. A semejanza de lo que ocurrió en el humilde pueblo de Dolores la noche del 15 de septiembre de 1810, el 16 de septiembre último [1864] vio congregados unos cuantos patriotas, celebrando una fiesta de familia, enternecidos con el recuerdo de la heroica abnegación del padre de la independencia mexicana, y haciendo en lo íntimo de su conciencia el solemne juramento de no cejar en la presente lucha nacional, continuándola hasta vencer o sucumbir”.
La noche había caído y solo se escuchaba el crujir de la madera que se consumía entre las llamas de las fogatas. Reconocido por sus dotes oratorios y su excelente pluma, alguien sugirió que Guillermo Prieto elevara una oración para evocar la gloriosa jornada de 1810.
“La patria es sentirnos dueños de nuestro cielo y nuestros campos, de nuestras montañas y nuestros lagos, es nuestra asimilación con el aire y con los luceros, ya nuestros; es que la tierra nos duele como carne y que el sol nos alumbra como si trajera en sus rayos nuestros nombres y el de nuestros padres; decir patria es decir amor y sentir el beso de nuestros hijos..., Y esa madre sufre y nos llama para que la libertemos de la infamia y de los ultrajes de extranjeros y traidores”