Del México Antiguo a la conquista
El siglo de la conquista
El México Virreinal
La Nueva España
Aires Libertarios
El México Independiente
La época de la anarquía
La era liberal
El Porfiriato
El México Contemporáneo
La revolución
La reconstrucción
La estabilidad
La época de las crisis
La transición democrática
La reconstrucción - Hechos
Clic en la imagen para ver la galería
Cuando a principios de 1923, en solemne procesión formada por más de cuarenta mil peregrinos, se puso en el Cerro del Cubilete la primera piedra del Monumento a Cristo-Rey, ninguno de los asistentes imaginaba la devastadora tormenta de sangre que se avecinaba. Seis años más tarde, hacia mediados de 1929, los escombros del Cubilete serían el mudo testimonio de las casi cien mil víctimas que, en tan sólo dos años de combate, habría cobrado para entonces la ""rebelión cristera"".
Varias décadas antes, la generación de la Reforma, ya había emprendido el tortuoso camino señalado por Voltaire: ""aplastad a la Infame""; y si bien es cierto que para entonces, en otras latitudes se había consumado ya la secularización del gobierno civil, también lo es que se hizo sobre bases distintas. Ciertamente la libertad religiosa, la supresión de fueros o el Registro Civil estaban plenamente justificadas pero la nacionalización de los templos, la supresión de las órdenes religiosas y la prohibición de fundar nuevos conventos, difícilmente pueden entenderse dentro de un auténtico Estado de Derecho.
Si la generación de la reforma profesó un liberalismo marcadamente anticlerical, fueron los revolucionarios quiénes mostraron el jacobinismo más intolerante y furibundo. En la Constitución de 1917, los principios de la Reforma fueron llevados al extremo; sin embargo, no fue sino hasta 1925 cuando la situación se tornó insoportable. En febrero de ese año y bajo los auspicios de la CROM, se fundó la Iglesia Cismática Mexicana. En marzo, y por increíble que parezca, el Gobernador de Tabasco promulgó un decreto imponiendo a la fuerza el matrimonio para los sacerdotes católicos.
Ante la creciente violencia antirreligiosa y como medida preventiva frente a futuras agresiones, varias agrupaciones católicas decidieron unirse para fundar la Liga Nacional de la Defensa Religiosa. Para agosto de dicho año, la Liga había ganado una enorme popularidad sumando más de un millón de adhesiones; sin embargo, el clima de hostigamiento también había ido en aumento y a tal punto que, alarmado por la situación prevaleciente, el Papa Pío XI decretó un día de oración universal por la Iglesia de México. Lo peor estaba por venir.
Hacia mediados del mes de junio de 1926 el Presidente Calles reformó el Código Criminal vigente. Así nació la llamada ""Ley Penal Calles"", que imponía penas de prisión para los sacerdotes que criticasen las leyes mexicanas, pena de arresto por impartir enseñanzas religiosas y por vestir trajes distintivos del culto e incluso conminó con pena de cárcel el supuesto delito de que los padres de familia indujeran a sus hijos en la religión. Ante semejantes atropellos, la Liga promovió un boicot económico en contra del Estado y, por su parte, el Episcopado Mexicano, con autorización del Papa, ordenó la suspensión del culto público.
El día 1 de agosto de 1926 enmudecieron todos los campanarios del país. Los templos lucieron sus sagrarios vacíos y sobre los altares se ostentaron moños negros anudados en las velas como señal de luto. La feligresía desconcertada se agolpaba incrédula en los atrios de las Iglesias, se adentraba en la soledad del recinto abandonado para entonar himnos religiosos y se recogía en la oración para implorar por el fin de la contienda religiosa. Todavía el 16 de agosto algunos obispos se acercaron al Presidente para buscar una salida pacífica. No obtuvieron del primer mandatario sino la tristemente célebre respuesta de que a la Iglesia no le quedaban ya sino dos caminos: ""El Congreso o las Armas"" y como el Congreso rechazó una solicitud presentada por más de dos millones de católicos... el camino hacia la rebelión quedó trazado.
Aún sin la aprobación de la Santa Sede y sin el apoyo oficial del Episcopado, la Liga encendió la mecha y para principios de 1927 la insurrección era ya una realidad. Al grito de ¡Viva Cristo Rey!, ¡Viva la Virgen de Guadalupe! se multiplicaron los alzamientos: primero en Jalisco Zacatecas, Guajajuato y Michoacán, luego se sumaron casi la totalidad de los Estados del centro del país.
El desenlace de la rebelión es conocido. Tras una guerra civil y religiosa, desigual y cruel, dos obispos, con un criterio económico aún hoy difícilmente explicable, sin suficiente autoridad para ello ni sujeción a los principios dados por el Vaticano, negociaron con el Presidente Portes Gil un armisticio ingenuo que, si para junio de 1929 terminó con la rebelión y permitió la reapertura de los templos, a la postre supuso el asesinato revanchista de más de mil quinientos excristeros y el establecimiento de un modus vivendi consistente en un arreglo desventajoso para la Iglesia y antijurídico para el gobierno.
Hoy, a más de setenta años de distancia, la guerra cristera permanece como un capítulo controvertido entre los historiadores y casi ignorado por el grueso de los mexicanos. Aunque pareciera cerrado a partir de las reformas de 1992, en que se puso fin al orden de cosas pactado en 1929, ciertas secuelas aún perceptibles en recelos paranoicos y prejuicios atávicos, nos indican que todavía queda un trabajo pendiente. Si como atinadamente dijera Octavio Paz ""la búsqueda de un futuro siempre termina con la reconquista de un pasado"", pienso que está por emprenderse, o quizás por culminarse, aquella milicia pacífica, aunque no exenta de enconos, que atrincherada entre las pastas de un libro, se libra con el fusil de la pluma.