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Alejandro Rosas
Dentro de su morada no tenía un estudio en particular; la voz del artista lo arrastraba por todos los espacios de la casa de la colonia Juárez. La pasión lo movía de un lugar a otro para desarrollar su arte. El maestro escuchaba la voz de su instinto y de pronto se hallaba en el patio –síntesis de luz y vegetación- colocando burros y tablones, preparando sus tazones llenos de pintura, listo para transmitir su pasión en cada trazo. Con su larga barba parecía un mago, un alquimista medieval combinando pócimas y secretos ancestrales simplemente para crear. Así construyó Chucho Reyes su historia, con los colores de su vida.
“Fue uno de los artistas más libres concebibles –escribió Carlos Monsiváis-, al carecer de cualquier vocación de recompensa y al depositarlo todo en el gozo del acto de creación. Por esa libertad, Reyes Ferreira pagó lo que para muchos sería un precio muy alto, no la escasez de admiradores sino el diario aprendizaje de la humildad… Las insistencias obsesivas de Reyes Ferreira -gallos, cristos, payasos, caballitos, niñas- desembocan en soluciones insólitas, combinaciones sorpresivas: allí esta el estilo, la innegable presencia de un punto de vista unificado, y con todo allí se localiza también la riqueza y la variedad de ese punto de vista”.
Chucho Reyes llegó a la ciudad de México en 1927. Había salido huyendo del feroz conservadurismo de los tapatíos -exacerbado por la Cristiada- buscando una ciudad más liberal donde pudiera mostrarse sin tapujos. Su arte necesitaba libertad, y la encontró en la capital de la república. Ayudado por sus hermanas, desde Guadalajara trasladó un impresionante menaje: cientos de antigüedades, pinturas, muebles, relicarios, imágenes religiosas y su propia obra, todo perfectamente empacado y envuelto con papel periódico y engrudo para evitar alguna desgracia en el camino.
Se veía asimismo como coleccionista y anticuario, no como artista. Heredó de su padre el gusto por el arte antiguo y asimiló su conocimiento y experiencia. Metódico observador, desde joven supo apreciar la estética, la belleza, los rasgos íntimos de cada obra y complementó su empírico aprendizaje del arte, con la otra cara de la moneda, la del creador: tomó clases de dibujo en el Liceo de Varones y trabajó como aprendiz en la Litografía e Imprenta de Loreto y Ancira en la ciudad de Guadalajara.
Mientras encontraba no una casa sino “la casa” en donde establecer su residencia, don Chucho se hospedó en el Hotel Iturbide de las calles de Madero. Era tal la cantidad de piezas y obras que traía consigo, que se vio obligado a rentar todo un piso del legendario hotel. Le agradó su domicilio temporal y durante su estancia se dio tiempo para realizar el domo que recubre el patio del otrora palacio del consumador de la independencia.
Antes de adquirir la casa de la colonia Juárez, Reyes pensó en comprar la residencia de San Ángel Inn pero se encontraba demasiado lejos de la ciudad de México. Prefirió buscar una mejor opción, sobre todo al considerar que el mundo de los anticuarios –y el ambiente intelectual y artístico- se desarrollaba en las colonias cercanas al centro de la ciudad. Tampoco lo convenció la Casa Lamm.
Le gustó una construcción estilo francés –típica del porfiriato- ubicada en la calle de Milán, en plena colonia Juárez. La compró en diez mil pesos oro; la casa era grande, espaciosa y cómoda, adecuada para albergar todas sus antigüedades y desplegar su obra, pero sobre todo llamó su atención la historia que rodeaba a su nueva morada: se decía que en algún momento el mismísimo don Benito la había ocupado. Y aunque bastaba ver el mapa de la ciudad de México de 1903 -publicado por don Antonio García Cubas-, para percatarse que la historia no era cierta -la colonia Juárez comenzó a trazarse apenas en 1900, antes en aquella zona solo habían llanos- la leyenda popular le resultó simpática y la tomó secretamente como verdadera. Finalmente algo del liberalismo juarista asomaba en su personalidad.
Tan pronto como adquirió la casa, Reyes le imprimió su sello personal. Los interiores estaban sometidos al cambio continuo. Gustaba montar y desmontar las habitaciones caprichosamente, con la misma libertad con la que ejecutaba sus trazos sobre el papel de china. Su recámara que ocupaba la planta alta, luego de algunos meses amanecía al otro extremo de la casa o en hasta en la planta baja. Siempre en movimiento, cuando llegaba el verano, don Jesús trasladaba sus aposentos al primer piso de la casa; al entrar el invierno, regresaba al segundo piso. De ahí que la casa tuviera dos cocinas.
“Entonces empieza a reconstruir, a remodelar, a quitar los estucos, a utilizar los materiales que le interesaban, como los techos que son lisos completamente –señala su sobrina Margarita Reyes-. Retira el cielo raso, desviste la casa, la vuelve a reformar, construye pasadizos, quita muros, levanta otros, retira escaleras, cambia el corredor”.
Rompió los moldes y modas de la época. Pintor, diseñador y decorador autodidacta –todo un artista- capacidades que se sumaba a su vasto conocimiento de las antigüedades, Reyes desechó los viejos y nuevos estilos para materializar lo que concebía en su imaginación. Tenía la lúcida mente del visionario, del que vislumbra y alcanzó lugares a los que nadie más podía entrar, iluminados por colores que tomaron forma en su obra. Los 17 cuartos de la propiedad sufrieron una transformación radical que dieron como resultado una decoración totalmente ajena a la década de 1930.
Para aquel momento, en medio de una sociedad acostumbrada a los esquemas y moldes predeterminados, el interior de la casa de Chucho Reyes parecía surgir de un futuro desconocido, atemporal y extraño. “Reyes se adelanta a su época sesenta, setenta años –comenta su sobrina-. Tenía una visión y una genialidad para el diseño maravillosa. Hoy se puede decir de esta casa ‘qué moderna’, pero sólo basta imaginarla hace sesenta, setenta años. Ni de broma”. Fue la única residencia minimalista que existió en la ciudad de México, llena de colores vivos, y aunque desató cualquier cantidad de críticas, sus contemporáneos en las artes encontraron en Chucho Reyes a un maestro.
Don Jesús no era dado a recibir mucha gente en casa. Prefería la soledad. Sin embargo, no era extraño encontrar de pronto a Juan Soriano o a Diego Rivera –Reyes diseñó buena parte de los judas que pintó Diego. Hacía el boceto, lo mandaba empapelar y luego lo entregaba al talento del extraordinario muralista para que concluyera la obra. En ocasiones se reunía con Orozco o Siqueiros. También tuvo amistad con Montenegro, Covarrubias, María Izquierdo, Frida Kahlo, Mathias Goeritz, y muy estrecha relación con el arquitecto Luis Barragán a quien conoció en Guadalajara.
Era un artista atrevido, por su propuesta, por su diseño, por sus colores. Desde el patio de la casa, donde desataba la pasión en su arte, salieron las flores de sus cuadros, las figuras de circo, los gallos, los Cristos, los ángeles, los demonios y las calaveras. Pero lo que más le gustaba plasmar eran los caballos. Admiraba su movimiento, su fuerza, misma que transmitía en sus figuras creadas con pocos trazos, sin gran preocupación por su estilización. Con su talento logró redescubrir e incorporar el arte popular a la cultura mexicana.
Su estilo anticonvencional parecía propio de un joven. “En una ocasión Octavio Paz le dijo a Reyes –relata Margarita Reyes- que viajaría a Europa y quería llevarle algunas de sus obras a Picasso. Don Chucho le preparó una carpeta con no sé cuantas pinturas. Cuando Picasso abrió la carpeta dijo: ‘¡Qué maravilla, qué pintor, va a ser un gran artista porque es muy joven con un color y unos trazos maravillosos’. A lo que respondió Paz, disculpe maestro, pero es mayor que usted’. En agradecimiento, Picasso le mandó una pintura que aún conservo”.
Don Chucho habitó la casa de la colonia Juárez más de la mitad de su vida, cerca de 50 años. Vivió en ella como si el tiempo se hubiese detenido a mediados del siglo XIX: hasta 1970 decidió instalar la luz eléctrica y el teléfono. Antes de ese año, al caer la noche sólo el reflejo de velas y lámparas de aceite iluminaban la casona.