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Alejandro Rosas
El hombre de Coahuila era prácticamente una “enciclopedia aplicada de historia de México”, según su fiel colaborador Luis Cabrera. Nacido en Cuatrociénegas, Coahuila, el 29 de diciembre de 1859, Carranza era un apasionado de la historia patria y el momento histórico que tocaba las fibras más sensibles y profundas de su pensamiento fue la “gran década nacional” (1857-1867), periodo en donde la Reforma había sido fundamental para la consolidación del estado mexicano.
Así lo concebía don Venustiano Carranza, quien encontró en la figura de Benito Juárez, su alter ego. Desde que tomó las riendas de la revolución Constitucionalista, Carranza se vio a sí mismo como el nuevo Juárez. Ejercía el poder como el propio don Benito. Como el hombre de Oaxaca, con sus amigos se mostraba frío e impasible, implacable frente a sus enemigos. Lo movía la historia y el sentido de sus decisiones sólo tenía lógica a la luz de su profundo conocimiento del pasado.
Una de las medidas adoptadas por el Primer Jefe fue poner en vigor la vieja ley del 25 de enero de 1862, con la cual habían sido juzgados Maximiliano, Miramón y Mejía en 1867 y todos aquellos hombres que prestaron servicios a la intervención francesa y al imperio. En 1913, Carranza la utilizó para combatir a los enemigos de la revolución.
Cuando los revolucionarios comenzaron a devorarse entre sí, a partir de noviembre de 1914, el Primer Jefe siguió las enseñanzas de Juárez y marchó a Veracruz –como lo hizo don Benito durante la guerra de Reforma. Luego de la victoria del constitucionalismo sobre villistas y zapatistas (1915) –al igual que Juárez, desde el puerto don Venustiano derrotó a sus enemigos-, Carranza designó Querétaro como “residencia accidental del Gobierno” y la ciudad se preparó para albergar al Congreso Constituyente. Sus razones no podían ser más históricas:
“Al haberme fijado en Querétaro, es porque en esta ciudad histórica, en donde casi se iniciara la Independencia, fue más tarde donde viniera a albergarse el Gobierno de la República para llevar a efecto los Tratados [de Guadalupe-Hidalgo], que si nos quitaban una parte del territorio, salvarían cuando menos la dignidad de la Nación; y fue también donde cuatro lustros después se desarrollaran los últimos acontecimientos de un efímero imperio al decidirse la suerte de la República triunfante”.
La historia fue su religión cívica y hasta en los últimos momentos de su vida, recurrió a ella. La noche en que cayó asesinado, tuvo tiempo para evocar el pasado: “Digamos como Miramón en Querétaro: ‘Dios esté con nosotros las próximas veinticuatro horas”. Al final de la jornada la muerte lo esperaba pero entregó su vida con la dignidad de quien se sabe protagonista de la historia.