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Antonin Artaud llegó a México el 7 de febrero de 1936, víctima de su edad, de su locura y de una obsesión por el esoterismo. Dicen que vino al “país de los tarahumaras” en pos de ritos iniciáticos que le ayudaran a develar los misterios del surrealismo; en el proceso, dictó varias conferencias, escribió artículos para el periódico El Nacional, ingirió peyote y conoció a María Izquierdo.
“Yo he venido a México buscando el arte indígena, no una imitación del arte europeo “, escribió Artaud en un texto para la Revista de Revistas. Y ese arte puro, lo encontró, sólo en la obra de la pintora: “María está en comunicación con las verdaderas fuerzas del alma india. Lleva su drama dentro de sí misma, y consiste en desconocer sus fuentes. […] Un caballo de María Izquierdo, evoca inmediatamente a todos los caballos que impresionaron el espíritu de los viejos mexicanos en el momento de la Conquista”.
En su momento, poca gente, tanto en México como en Europa, tenía consciencia de la importancia artística de este personaje. Años después de su estancia en nuestro país, Octavio Paz tuvo un encuentro casual en París con “un hombrecillo delgado, encorvado, con movimientos bruscos de rama golpeada por el viento, sin corbata, sucio, unos pocos mechones de pelo lacio cayendo sobre su cuello, mejillas chupadas, labios delgados, boca desdentada, ojos encendidos que miraban desde el fondo de no sé qué abismo, manos huesudas y elocuentes”, debajo de aquella “desdicha” lo reconoció : “usted es el poeta Antonin Artaud”.
El creador del “Teatro de la crueldad”, se alegró inmediatamente de que alguien lo reconociera. “Habló con unción de María […], recuerda Paz-, hablaba de ella como se habla de una montaña que fuese también una persona, una mujer”.
A continuación rememora las palabras del artista referentes a la obra de su admirada pintora mexicana: “en sus cuadros el México verdadero, el antiguo, no el ideológico de Rivera, sino el de los ríos subterráneos y los cráteres dormidos, aparece una calidez de sangre y de lava ¡los rojos de María! […] cuando me fui de México, ella me dio cuatro cuadros para que los enseñara aquí y arreglase una exposición suya en París. Me los robaron en el asilo con mis manuscritos. ¿Quiénes? Los enviados de… […] Bueno, ustedes ya saben de quién. Están en todos lados. Son los mismos que encerraron a Van Gogh y después lo suicidaron. Ellos fueron los que se robaron mis manuscritos y los cuadros de María. Sí, los enviados”.
A la fecha no se ha podido confirmar cuáles fueron aquellos cuadros. La mente del surrealista vivía en un mundo de conspiraciones, de muertos que no sabía que estaban muertos y se confundían con los vivos. En México parecía haber encontrado una verdad acerca del origen del universo, una verdad inconfesable, cuya pista se develaba en aquellos cuadros, dignos de ser robados por “ustedes ya saben quiénes son”.